Comer es una necesidad
natural y de igual forma, nos alimentamos con lo que disponemos en nuestro entorno. En
épocas duras todo lo que tenemos disponible, por extraño que nos pueda parecer,
puede utilizarse como alimento. A buen hambre no hay pan duro nos diría
algún mayor recordando los pocos remilgos alimentarios que hizo en su
infancia durante la fraticida crisis bélica que le tocó vivir. Más cercano en
el tiempo, el terremoto de Haití (2010) nos ha recordado realidades tan
inverosímiles como indignantes y así estamos asistiendo a lo que supone para
algunos tener que acallar el hambre comiendo galletas de barro.
En contraposición, en una
sociedad de la abundancia como la nuestra, no existe tarea tan tediosa y estimulante
a la vez como la de introducir y consolidar hábitos alimentarios entre los
pequeños para que crezcan con salud. Como he dicho, comer es una necesidad
natural pero, al mismo tiempo, es un acto social. En el seno del grupo familiar
trasladar el interés por comer saludablemente es un deseo utópico que las
madres desean transmitir a sus hijos y los abuelos a sus nietas. La
salud (alimentación) puede compartirse verticalmente no sólo ofreciendo
consejos sino e incluso de forma más importante, impregnando con actitudes y
enseñando las habilidades para que la hagan posible, cotidiana y sostenible.

No podemos perder la oportunidad
que nos ofrecen la cocina, la mesa y las comidas para hacer de ellas un lugar común de encuentro y contagio de nuestra
salud. Estos lugares de coincidencia familiar, de participación, de aprendizaje
nos permiten establecer vínculos entre lo que comemos y lo que somos. Y si
somos lo que comemos y, además comemos como expresión de los conocimientos que
tenemos ¿No seremos lo que aprendemos a comer?
Durante mucho tiempo la
forma de comer (y por tanto la de crecer) ha estado bien definida, aunque hoy
no supondría tema para un buen debate sobre género y hábitos. Las mujeres
atesoraban y transmitían sus conocimientos alimentarios a las futuras madres.
Con la incorporación de la mujer a la vida laboral fuera del hogar, la
revolución sexual y la búsqueda de la igualdad, los hombres (lamentablemente)
no hemos dado la talla. Ellas han tenido que realizar grandes esfuerzos por
ganar terreno en su realización vital y con ello, han visto reducidas algunos
de sus conocimientos. Los hombres no hemos sabido asumir nuestra corresponsabilidad.
En un reciente estudio publicado
sobre la influencia del entorno familiar en el sobrepeso y obesidad de escolares granadinos se concluye entre otras, en que el padre es el que
tiene más posibilidades de favorecer la obesidad infantil si es él el que
elabora la comida. En esto habrá por supuesto notables excepciones, y
conozco unos cuantos padres tan o mejor preparados que sus compañeras para
encargarse del menú infantil y con hijos sin problemas de peso. Aunque también
hay algunos que prefieren echar mano de precocinados o
preparados cuando tienen que encargarse de la comida familiar. La pregunta a
plantearse es, si estos padres se encargaran a diario de hacer la comida a los
niños, ¿utilizarían siempre este tipo de alimentos?
La vorágine del día a día
nos lleva a comer como vivimos. Vivimos deprisa, comemos deprisa. Somos premura
y de esta forma nuestra transmisión de conocimientos gastronómicos no puede ser
pedagógica. Mas sencillamente no tiene lugar. Teniendo conocimientos, no
trasladamos actitudes y se nos olvida que para poner en la mesa de nuestros
hijos una saludable forma de alimentarse hemos de compartir y enseñarles las
habilidades adecuadas. Damos máximas que en general no cumplimos y poco
ejemplo.

En fin, en tiempos de
recortes, nuestras ya cortas prácticas de enseñar a los pequeños a comer bien
deben ser objeto de una revolución. En todo momento, y más en tiempos de crisis,
debemos enseñarles a comer para crecer. Y a mi parecer, crecer saludablemente
significa ser físicamente sano, ser tolerante, ser feliz, ser sociable y ser
crítico. Tarea dura y eficiente donde las haya. Sólo queda brindar por ello ¡A
vuestra salud!
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